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Isabel y Carolina, ambas mujeres en el umbral de los 30 años y oriundas de Medellín, enfrentan una soledad que no eligieron, pero que les ha tocado explorar. En este intercambio íntimo y personal, comparten sus experiencias más profundas, revelando cómo han aprendido a convivir con la soledad y a encontrar fuerza en medio de ella.

Querida Carolina,

Llevo veinte minutos mirando el nido ya sin aves que hay en un rincón del domo de la casa de mis padres, en la que vivo con Celia, mi gata. Ese punto en específico es demasiado alto para yo poder alcanzarlo. El cuarto más cercano empezó a tener un leve olor a mortecina. Y digo leve porque si estuviera adentro, sería insoportable. Ya moví toda la habitación en búsqueda de otra fuente posible para este tufillo, pero estoy segura de que es el nido y que se llega el momento de tomar una decisión. No recuerdo si hace tres años pasaba esto. Puede que sí, pero decidir qué hacer no era mi tarea. Si se metía un pájaro o un bicho, mi papá se encargaba del asunto. Tal vez deshacerse del nido sea la solución fácil, pero me gusta sentarme a trabajar mientras escucho ese sonido extraño que emiten las tórtolas. Pareciera que sale desde el estómago. No es un cantar sonoro de un pájaro. Parece más un regurgitar. El nido se queda.

Hace más de una semana que no volví a ver a la mamá y quedaron dos polluelitos. Luego quedó uno en una situación similar a la mía: solo, en la casa de papá y mamá. No le puse nombre porque eso sería crear vínculo. Pero en mi mente estoy convencida de que nos hemos mirado a los ojos. Las veces en que Celia se relamió planeando una estrategia para alcanzarlo son incontables, y mi intuición me dijo que le dejara el destino del nido a la naturaleza. Me gustan las tórtolas, pero es un secreto que hoy comparto contigo. Alimentarlas es mi placer culposo. No las veo como plagas. Son una compañía.

Encuentro maneras de desordenar cada espacio para sentir que la casa está habitada. Hay una dualidad interesante en vivir sola. Es tan tranquilo como abrumador. Me debato entre la gratitud y el privilegio infinitos por tener un espacio propio y el dolor que puede experimentarse cuando la enfermedad o la tristeza llegan de visita, casi siempre, inesperada.

Caro, no sé cómo sanar mi soledad. Pero tampoco sé si quiero, o si hay algo que sanar. Gracias a ella entiendo y me entiendo, y ha sido el motor para la mayoría de mis ideas, creaciones y reflexiones. Me ha enseñado a acompañarme. No sé si te pase similar. Y hay momentos en los que solo tenerme a mí misma suena como una tragedia. Hace falta tocar otras pieles, escuchar algo más que el sonido de las tórtolas y cocinar una cena para dos o más. Y otras veces me parece que mi piel es todo lo que necesito y que el ronroneo de Celia es el sonido más fascinante que hay. Tal vez no encontremos una cura para la soledad, pero tal vez no haya nada que curar. A veces, pienso que la clave sería simplemente vivirla con todos sus matices. Pero en realidad, no lo sé.

Con cariño,

Isabel

Querida Isabel,

Soy Carolina, y a mis 30 años decidí hacer un máster en Jerez de la Frontera, pensando que migrar sería fácil. Sin embargo, la soledad aquí ha adquirido un significado diferente, a veces incluso abrumador.

Jerez es una ciudad tranquila por naturaleza, con sus calles adoquinadas y plazas vacías, que acentúan la sensación de aislamiento. Los domingos, parece un pueblo zombie: las tiendas cerradas, las persianas bajadas, y el eco de mis propios pasos acompañándome por barrios en los que rara vez veo gente. Es como si el tiempo aquí se moviera más lento, dejándome a solas con mis pensamientos.

Ser hija única me enseñó a disfrutar del tiempo a solas, pero nada me preparó para esta experiencia. En Jerez, he aprendido a enfrentarme a mí misma, a escuchar esa voz interna que se hace más fuerte en los momentos de fracaso o tristeza. Moverme ha sido crucial: caminar por los estrechos callejones, danzar al ritmo de la música que llena mi pequeño apartamento, y simplemente dejar que el movimiento me recuerde que estoy viva. Aún en la soledad, puedo encontrar bienestar.

Habitarme y convivir con mis preguntas no siempre es fácil, pero es liberador. La soledad me ha mostrado mis "sí" y "no" en la vida, mis límites y lo que no estoy dispuesta a negociar. Mis pasiones —la danza, el canto y la escritura— han sido mi refugio, una manera de romper los ciclos de pensamientos repetitivos. A veces, admitir que me siento rota es el primer paso para comenzar a sanar. Aquí en Jerez, lejos de la comodidad de Medellín, he aprendido a darme prioridad, a hacer cosas por mí misma. Aunque duele, no pretendo romantizar la soledad, pero sí reconozco que me ha dado una oportunidad única para conocerme mejor.

Isabel, he llegado a entender que la soledad no es un enemigo a vencer, sino un compañero de viaje. A veces incómodo, a veces reconfortante, pero siempre presente, nos recuerda que somos nuestras mejores aliadas. Así que, mientras caminamos por estas calles vacías, o escuchamos el canto de un ave en la distancia, tal vez la clave esté en aceptarla, en darle un lugar en nuestras vidas sin intentar cambiarla, sino aprendiendo a convivir con ella. Y en ese proceso, celebrar cada pequeño logro, cada día en el que hemos sido capaces de seguir adelante, con o sin compañía. Porque al final, en la soledad también encontramos nuestra fuerza.

Con cariño,

Carolina

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soledadcartasagosto 2024
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