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David Escobar

Una visión positiva del campo

Hoy casi treinta años después de su muerte dejé de burlarme de su idealismo y sus fracasos para admirar aquello que hoy lo haría único. También pienso en su contexto y me pregunto qué habría facilitado o catalizado su éxito como emprendedor rural y hoy, al leer esta revista, lo veo mucho más claro.

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En el hogar familiar de mi infancia hubo una época que sabía y olía a piña madura. Al principio era lindo y emocionante que mi abuela tuviera una finca en buena parte dedicada a la agricultura. «Un millón doscientas mil matas de piña», decía mi papá con orgullo. 

Con el tiempo, me di cuenta de que la piña era para él una fuente de estrés, no hacía sino hablar de la ley quinta y del crédito que tendríamos que pagar con recursos propios porque el precio había bajado. En la casa, el tema y el producto se tomaron, literalmente, todos los espacios. En las mañanas nos daban jugo de piña y tajadas de piña fresca. Las comidas estaban acompañadas con el mismo jugo, así mismo, descubrimos las recetas más rebuscadas de arroz, carne, pescado y pollo con salsa de piña; los fines de semana la sorpresa era ¡pizza hawaiana! «Piña hasta por las orejas», decía mi mamá. Digamos que el proyecto fue, no quiero ser injusto, un fracaso dulce y lleno de aprendizajes. 

Pero Juan Gabriel no se quedó ahí. Fueron unos años 80 llenos de experimentos con ganadería, en los que intentó con leche, carne y doble propósito. También hubo agricultura: sembrados de tabaco, yuca, plátano y maracuyá. Gozaba combinando su trabajo en el banco con el emprendimiento agrícola. Se preciaba, antecesor de los actuales regeneradores, de haber reservado la tercera parte de la tierra y todas las cuencas de quebradas para monte; era feliz viendo que a Altair llegaban los estudiantes de la Universidad Nacional a observar aves y nos alentaba a explorar y a darle reporte de los micos, osos hormigueros, armadillos, pequeños felinos y perros de monte que encontráramos en nuestras caminadas infantiles. 

Con la perspectiva que dan los años y desde el rol que ahora ocupo, me pregunto cómo recoger sus legados y lecciones. 

Mi padre era un soñador con una confianza en el campo colombiano que casi rayaba con la que llaman «fe de carbonero». Por eso, al sentarme a leer esta Revista, pienso en todo lo bueno que aprendí de sus tribulaciones campesinas. Su curiosidad, persistencia y experimentación incesantes, su idea de combinar producción con protección, su amor por las aves y su afán por demostrar, aún sin la formación o la capacidad empresarial, que Colombia podía ser una despensa para el mundo, una nación autosuficiente y un paraíso natural para extranjeros y locales. 

Hoy casi treinta años después de su muerte dejé de burlarme de su idealismo y sus fracasos para admirar aquello que hoy lo haría único. También pienso en su contexto y me pregunto qué habría facilitado o catalizado su éxito como emprendedor rural y hoy, al leer esta revista, lo veo mucho más claro. 

Un funcionario público muy experimentado me dijo hace unos años que no me afanara por entrar al campo con Comfama, que la seguridad social no podría llegar «allá» sino cuando hubiera empresas formales, que el campo colombiano era pobre, informal y violento. Bobos cariados, como se dice, ahora podemos afirmar que esta institución lleva casi diez años invirtiendo y confiando en el potencial de las regiones de Antioquia. 

Más de $200 mil millones invertidos en sedes, parques, oficinas, centros de salud y la Clínica Panamericana, y el despliegue de un equipo de trabajo que supera las 1000 personas por fuera de los valles de Aburrá y San Nicolás, son testimonio de ese compromiso. 

Las empresas y las familias, en respuesta, nos han entregado su confianza. Más de 500.000 personas reciben ahora nuestros servicios en las regiones, hemos más que doblado el número de empresas afiliadas en menos de cinco años; lo que ha pasado en Urabá, de la mano de Sura y los empresarios de la zona, nos sorprende y entusiasma, y ahora queremos replicarlo en más regiones. También asumimos la aceleración del proyecto de desarrollo rural más emocionante de Antioquia, el agroparque Biosuroeste, como parte de una amplia alianza intersectorial que nos recuerda la importancia de unirnos alrededor de grandes causas.

Este nuevo contexto, por otro lado, nos ha transformado. Estamos aprendiendo, solos y con aliados, sobre crédito rural, asistencia técnica, formación en agro, permacultura, ganadería regenerativa, conservación ambiental y ecoturismo rural y comunitario. Nuestro horizonte, nuestro corazón y nuestra mente organizacional se han ampliado y nos muestran nuevas fronteras. 

Al comenzar a caminar el territorio la mirada se afina, vemos con claridad porque estamos más cerca. El campo antioqueño no es, por definición, violento ni pobre, aunque no se puede negar que tiene violencia y pobreza. Nosotros, sin embargo, vemos su realidad, proyectamos su futuro y no podemos aceptar definirlo desde una mentalidad de escasez. 

Empresas de todos los tamaños y en diversos sectores nos asombran por su pujanza y su visión. Emprendimientos agroindustriales, comunitarios, asociativos y regenerativos dan ejemplo, señalan caminos e inspiran a otros; crean empleo, cuidan la naturaleza, atraen visitantes, construyen clase media y desarrollan municipios. 

Por eso, al ver tantas historias de éxito y posibilidad, decidimos hacer esta revista. Queremos que los empresarios se den cuenta de que llegó la hora, más aún con la construcción de las esperadas vías 4G, de invertir masivamente en nuestro campo; que las familias de las regiones se sientan orgullosas; que los habitantes de las ciudades visiten con asombro y curiosidad este presente que nos conecta a todos a través de un hilo verde de belleza y pujanza. 

Hablemos del campo, no como problema, ni como parte de un futuro siempre aplazado. Confiemos en que el trabajo conjunto entre empresarismo, cultura, educación, instituciones públicas y organizaciones sociales, así como la priorización del talento de las personas y el fortalecimiento de sus capacidades, nos permitirán entregar a las siguientes generaciones una ruralidad moderna que produzca alimentos, cuide el agua, limpie el aire, nos acoja a todos, y simbolice, no solo lo que fuimos, sino aquello que podemos llegar a ser.

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