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David Escobar

Regalar amor

¡Todavía no he comprado los regalos!, dije, y suspiré mientras un buen amigo me consolaba. Era el año en el que me había quedado sin trabajo y había decidido emprender. Noviembre había terminado al ras, un poco más endeudado que de costumbre, pero nada grave, al cierre del año parecía que la empresa iba a despegar. Ese año, como dice uno de mis maestros, “no tuve plata, pero tuve ángel de la guarda”. La llegada de la Navidad, sin embargo, significó angustia en vez de amor y encuentro familiar, que es como debe ser. 

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“Querer es dar cositas”,

dicen en una familia que quiero mucho.

¡Todavía no he comprado los regalos!, dije, y suspiré mientras un buen amigo me consolaba. Era el año en el que me había quedado sin trabajo y había decidido emprender. Noviembre había terminado al ras, un poco más endeudado que de costumbre, pero nada grave, al cierre del año parecía que la empresa iba a despegar. Ese año, como dice uno de mis maestros, “no tuve plata, pero tuve ángel de la guarda”. La llegada de la Navidad, sin embargo, significó angustia en vez de amor y encuentro familiar, que es como debe ser.

De mi papá había aprendido a ser generoso, a no ser tacaño. Con su muerte, cuando la cosa se puso dura, conocí el estrés de no poder, de no tener con qué, de estar “alcanzados”. Como siempre, detrás de lo difícil hay lecciones que aprender; en esa época supe decir que no, logré elegir lo importante y posponer el placer. Pero cuando salimos de esa crisis, cuando conseguí mi primer trabajo, me prometí que nunca volvería a esos días duros. No me imaginaba que la vida siempre tiene alguna lección por ahí guardada para nosotros.  

Ese impulso de dar regalos bonitos, con sentido, sería para siempre parte de mi carácter. Ese año, sin embargo, no se podía, así de simple. Mi negocio se movería poco de enero a marzo, tenía que ser precavido, mi mente lo sabía aunque mi corazón quería poder gastar en mis seres queridos y, debo decirlo, también un poco en mí mismo, en algunos pequeños placeres. Al final tomé el camino del medio.  

Compré los regalos esenciales, en forma de detalles bonitos de precio medio, a mi alcance, y me conseguí un regalito hecho por una repostería local, hice una compra al por mayor para darles ese presente a mis principales clientes y a algunos amigos. Igual terminé el año súper apretado, hice fuerza en diciembre y luego por varios meses más hasta que la empresa, por fortuna, pasó a un nivel de ingresos más sostenible. Desde entonces, cada Navidad me hago las mismas preguntas: ¿cómo manifestar el amor sin gastar lo innecesario?, ¿cuál será la medida para el regalo adecuado, sin mezquindad, pero evitando los excesos?  

¿Por qué será que la Navidad, que es una extraordinaria oportunidad para celebrar el amor, al mismo tiempo es una temporada que afecta de forma profunda las finanzas de muchas familias? Parece que nuestro modelo de consumo, que raya con el consumismo, sumado a un paradigma errado en el que el amor es equivalente a los regalos materiales, se encuentran en una especie de tormenta perfecta. 

A los niños, en particular, les damos exceso de regalos. Sin importar el nivel socioeconómico, comprar algo para los más pequeños pareciera una obligación. Algunos expertos, por ejemplo, recomiendan darles a los niños, como máximo, cuatro regalos: uno que pueda compartir con otros niños, uno que necesite, uno con el que aprenda algo y el último, algo que desee con mucha fuerza. Si en la temprana edad nos educaran así, en la adultez sabríamos dar y recibir, quizás tendríamos una relación más sana con el consumo.  

Por eso hacemos esta Revista justo en este momento del año. Diciembre no puede ser ni estresante ni una fuente de problemas financieros familiares. Aspiramos a que una conversación seria y amplia sobre el consumo en esta época nos sirva para propiciar una reflexión sobre para qué, por qué y en qué gastamos nuestro dinero, incluso más allá de la temporada decembrina.  

Se trata de una conversación vigente en un año difícil para todos con niveles de inflación que sobrepasan todo lo vivido en las últimas décadas. Esta realidad económica se ha quedado con una parte muy importante del ingreso de las familias; incluso, a algunas de ellas las ha arrastrado a los infiernos del hambre.  

¿Qué valor tienen estos regalos en el proceso educativo? ¿De cuántos de ellos se acordarán al cabo de los años? Quizás el consumo sobrio debiera ser un valor fundamental de la educación de nuestros colegios y familias. Nuestra posición, como siempre, es moderada, no radical. No todo consumo es perjudicial; se trata de elegir qué necesitamos y qué deseamos desde el corazón, no solo desde el instinto. No es necesario ni conveniente vivir en medio de demasiadas privaciones voluntarias, es necesario disfrutar la vida con lo que tenemos a nuestro alcance, las indulgencias, los pequeños placeres y los gustos son parte de una existencia sana.

Nos seduce la propuesta de la Cooperativa financiera Confiar, una organización muy cercana a Comfama, de ahorrar con paciencia y gastar con parsimonia. Hablemos del tema en empresas, familias y barrios; conversemos sobre consumo sobrio, de cómo gozar la vida y suplir nuestras necesidades sin afectar la economía familiar.  

Sobre los regalos navideños, cada uno debe actuar a su medida, a su gusto, con libertad, no hay un molde. Pero nos permitimos sugerir. Hay infinidad de regalos de cero costo y alto valor. ¿Cuándo fue la última vez que escribieron una carta o regalaron algo hecho con sus propias manos? Empresarios locales ofrecen, por otro lado, opciones muy asequibles, artesanales, cositas (no cosas grandes sino cositas, en diminutivo, como dice la familia del epígrafe) elaboradas en la región, desde alimentos hasta plantas, ropa o arte en todas sus formas.  

Para despedirme, les comparto una anécdota que bien podría ser el mejor consejo para un buen regalo navideño. Mientras terminaba este artículo me puso tema Milagros, mi vecina de silla en un vuelo. Conversamos un rato, me contó de su vida, del necesario retorno a su país, la Argentina, por motivos familiares, de sus sueños de viajes y de libertad. ¿Por qué te gusta ser chef, le pregunté?  La joven me dijo algo que me conmovió: “Yo no tengo nada, pero me gusta dar, por eso doy alegría”. 

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