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David Escobar

Nacidos para jugar

Jugar en familia y entre amigos nos libera, nos energiza y nos conecta. La mayor diferencia posible entre el tiempo transcurrido y el tiempo percibido la encontramos, precisamente, cuando jugamos.

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El césped, el campo de tenis, el tablero de ajedrez y la rayuela no se diferencian formalmente del templo o el círculo mágico.

Johan Huizinga – Homo Ludens

«Esta semana no hay colegio», dijo mi papá. «Hay un daño de epm, no habrá agua por una semana y el colegio no puede funcionar sin baños». Mi hermano Santiago y yo nos miramos y saltamos de alegría. ¡Una semana libre! ¿Qué hacer con ese tesoro recién descubierto?

La decisión de jugar Monopolio fue fácil. Nos lo habían regalado hacía unos meses y nunca habíamos podido aprovecharlo bien. Siempre quedábamos a mitad de camino; cuando las cosas se ponían más emocionantes teníamos que irnos a hacer tareas, volver de la finca o irnos a acostar.

Fue una semana inolvidable. Todas las mañanas, en pijama, nos sentábamos a jugar, a tirar los dados y a comprar y vender ferrocarriles, casas y edificios. El lunes al final del día, cuando parecía que la sesión iba a terminar prematuramente y conmigo al borde de la derrota, mi hermano, que probablemente deba parte de su espíritu emprendedor a este juego de mesa, propuso: «¿Qué tal si te presto plata? Lo apuntamos en este cuaderno, le ponemos un interés y seguimos jugando…».

¡Y así fue! El objetivo era no perdernos ese momento de feliz abstracción, no alejarnos de esa conexión con el otro, extender lo más posible la dicha del juego, con su mezcla de alegrías y frustraciones y, sobre todo, disfrutar de ese viaje por un tablero lleno de sorpresas. Hasta momentos de pelea hubo, que aprendimos a resolver con algo de mediación materna. Cambiar las reglas es emocionante, pero tensionante, y a una invención o innovación le sigue otra. Al cabo de un par de días, jugábamos nuestro personal y único Monopolio. A ratos ganaba el uno, luego el otro e incluso llegamos a ser socios en algunas inversiones.

Hubo competencia, clase de finanzas, muchas risas, tensión creativa, solución de conflictos y, en especial, en esos cinco días Santi y yo nos hermanamos como nunca. Décadas después, aún recordamos esa semana bañándonos con «agua echada», entregados al juego infinito, sin prestar atención a nada más. Aprendimos, probablemente, más en esos días que en varios meses de colegio.

Las experiencias más memorables de la vida infantil suceden mientras se juega. Al escribir este texto, veo en mi propia historia decenas de momentos significativos atravesados por el juego, en sus múltiples formas: el ritmo musical de Los maderos de San Juan; las aventuras juveniles en la finca de mi abuela; los juegos de mesa con los primos (damas, ajedrez, parqués, estrella china, rumi); el Boggle y el Scrabble que me enseñaron palabras misteriosas y sembraron en mí el sueño de ser escritor; los rompecabezas con los que mi mamá me salvó de la hiperactividad; el Armotodo con el que por primera vez pensé que un día sería ingeniero y el Nintendo que me enseñó que el tiempo se puede (y se debe) perder de vez en cuando… aunque algunos dicen que los videojuegos mejoran los reflejos, la atención y la coordinación motriz.

¿Hace cuánto no juego?, me pregunto con cierta nostalgia. ¿O será que juego más de lo que creo? Aún cuento carros del mismo color, busco palabras que rimen, construyo frases que resuenan musicalmente, salto las líneas o los charcos en las aceras y cruzo calles apostando carreras con los demás transeúntes. Quizás el niño juguetón vive todavía en mi interior. El juego nos acompaña siempre y existe desde antes de que fuéramos Homo Sapiens. Eso explicaría al perro que saca a su dueño a jugar al parque o que mi gata salte tras una pelota por las tardes.

Junto con la revista sobre la Fiesta, esta edición, que justamente acompaña los primeros días de enero, pretende poner el juego sobre la mesa, sea en el comedor familiar o en las reuniones empresariales. Queremos reivindicar el juego como uno de esos rasgos que nos hace «verdaderamente humanos», como escribió Schiller. Jugar en familia y entre amigos nos libera, nos energiza y nos conecta. La mayor diferencia posible entre el tiempo transcurrido y el tiempo percibido la encontramos, precisamente, cuando jugamos.

Las empresas, por otro lado, hablan de juego, pero poco lo ejercen con el placer y la consciencia necesarios. Se gamifican productos, se selecciona personal con juegos que son realmente pruebas sicotécnicas (Freud dijo un día que, si queremos conocer realmente a alguien, debemos observarlo jugando), se utiliza la potencia del juego para vender, pero no se aprovecha suficiente como herramienta de cultura y cohesión organizacional. Jonathan Haidt dice que cuando un grupo baila en sincronía, o un equipo compite en justas deportivas, se convierte en cierto sentido, en un “panal de abejas»: coordinamos mejor nuestra labor, nos sentimos parte de algo que nos trasciende y se genera la armonía imprescindible en los mejores equipos de trabajo.

Invitamos a las familias y a las empresas a jugar, para unirse, aprender, reír e imaginar juntos. Queremos que jueguen porque en el juego hay un gozo natural que no nos debemos perder si aspiramos a una existencia plena. Pretendemos que, luego de leer esta revista, nos resistamos a que el mundo frenético nos arrebate el juego, nos preguntemos por qué no jugamos más y pensemos en cómo hacerlo de una manera más cotidiana, más natural, sin necesidad de buscar un juego de mesa o ponernos unos zapatos deportivos.

Esta edición no solo quiere proponer, sino facilitar el ritual misterioso y teatral del juego. Queremos desatar la imaginación en los hogares y empresas de Antioquia, como aporte al largo camino de construir una sociedad más pacífica, feliz, creativa y reconciliada con esos asuntos que parecen no servir para nada, pero que, en últimas, nos conectan con lo que somos, nos hacen humanos y nos recuerdan que pertenecemos a aquella especie cuya función es celebrar el universo.

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