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David Escobar

Cuidar el ocio

El ocio es imprescindible para la buena vida, que gozamos más profundamente cuando aprendemos a disfrutarlo. No hacer nada es absolutamente necesario para la vida sana, dormir reparadoramente es tan importante como comer bien; descansar es tan fundamental como ejercitarnos, pausar la febril actividad de la mente

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«¿No renunciaría el estudioso a algunas raíces hebreas y el hombre de negocios a algunas de sus monedas por algo del conocimiento de la vida en general y del Arte de la Vida que posee el ocioso?». Robert Louis Stevenson, En defensa de los ociosos.

Nuestro deseo más profundo era ir a la finca de la abuela Lety, el país de la libertad. Allá podríamos dormir hasta tarde, trasnochar, comer dulces, jugar parqués, caminar por el monte, ir a la quebrada, montar a caballo, hacer siestas en la hamaca, vagar, hacer lo que nos diera la gana.

Llegaron las vacaciones. Mi hermano y yo esperábamos todo el año ese acontecimiento que se disfrutaba, incluso, antes de ocurrir. Su proximidad nos daba energía para los exámenes finales y las últimas semanas de clase. «Ya casi salimos a descansar», repetíamos, para lograr las últimas madrugadas del año. Por esos días, surgía la pregunta: «¿Qué van a hacer en esta temporada?», y aparecían también las diferencias. De un lado estaba la idea, muy paisa, de trabajar en el almacén para «aprovechar el tiempo» y «ganarse una platica». Era importante aprender a trabajar y valorar el dinero. Nuestro deseo más profundo era ir a la finca de la abuela Lety, el país de la libertad. Allá podríamos dormir hasta tarde, trasnochar, comer dulces, jugar parqués, caminar por el monte, ir a la quebrada, montar a caballo, hacer siestas en la hamaca, vagar, hacer lo que nos diera la gana.

Así crecimos, entre el negocio y el ocio, entre la disciplina y la aventura. Al final de una discusión familiar lográbamos una mezcla sana: ni todo trabajo ni solo descanso. La tensión, desde luego, no era fácil de resolver, dada la cultura trabajadora antioqueña de la familia, con su aversión casi religiosa a la pereza. Tanto que, si la elección era la finca, mi tía o mi papá nos ponían en las mañanas a limpiar potreros o a hacerle mantenimiento a las monturas para educarnos en la ética del trabajo. Mi abuela tampoco podía evitar el famoso «destino». No olvido que una mañana me despertó a las 4 a.m. para enseñarme a hacer quesito, porque «de pronto algún día podía necesitarlo».

Una parte de mi corazón sigue visitando, en la memoria, la ahora inexistente finca Altair. Recuerdo a Lety, la abuela sabia que hacía postres y a Clara, la tía alcahueta. En ese lugar de ensueño, el tiempo se estiraba leyendo lo que quisiéramos de la amplia biblioteca, caminando sin rumbo, disfrutando plenamente el tiempo libre, recreándonos. Quizá mis momentos de mayor ensoñación y más fuerte conexión con la naturaleza fueron en la infancia, en la tierra de mis ancestros, durante aquellos días inolvidables en los que el ocio era un asunto casi sagrado.

Algo de culpa había, sin embargo, por esa dicha «inmerecida». El lenguaje cotidiano estaba lleno de reproches velados: «coja oficio», «tenemos mucho destino hoy», «deje de ser ocioso», «al que madruga Dios le ayuda». Confieso que nunca me he podido soltar del todo de esa tara cultural. La nostalgia y la necesidad del ocio no le logran ganar a la vergüenza que produce la pereza. Durante años, sacar las vacaciones del trabajo me pareció obsceno y contaba con orgullo cuántos días tenía pendientes por disfrutar. He mejorado, los golpes de la vida y el mal estrés algo me han enseñado. Pero todavía, el domingo en la tarde siento el llamado de esos ancestros que convirtieron, como cuenta Juan Luis Mejía, el trabajo en un valor, el ocio en un antivalor y la vagancia en un delito. Me siento fatal por no estar haciendo nada, como violando un contrato que nunca firmé.

Cuenta el mismo Juan Luis Mejía que la sociedad antioqueña del siglo XIX legisló contra la vagancia y la ociosidad, prohibió las transgresiones, abominó las fiestas y despotricó de la alegría. «Aquella cuaresma perpetua nos lleva a sentir culpa ante el ocio, a aceptar que la vida es un valle de lágrimas y que el único destino del hombre, su realización suprema, se encuentra en el trabajo, fuera del cual no hay salvación», escribió en su artículo Nostalgia de Carnaval.

Ahora, en pleno siglo XXI sufrimos las consecuencias de ese desbalance. En un estudio realizado por Comfama el año pasado, se comprueba la hipótesis de nuestra relación enfermiza con el trabajo. Solamente el 2 % de la población antioqueña tiene el ocio como un hábito consolidado y cuatro de cada cinco personas piensa que sentirse productivo es lo más importante en su vida. Los efectos en la salud mental y física son evidentes y, si no lo afrontamos con determinación, serán mucho peores. Al asunto, debemos ponerle la cara: el Estado, las instituciones de salud y las empresas, de manera urgente.

¿Cómo pasar del término «recreación», expresado en nuestra Constitución de 1991 al más amplio término del ocio? ¿Cómo promover el descanso y la pausa desde las empresas? ¿Cómo quitarle la connotación negativa al no hacer nada? ¿Cómo crear espacios para la inactividad, así como tenemos tantos para el trabajo y el estudio?

Para sanar esta enfermedad social, la adicción al trabajo y la aversión al ocio, hacemos esta Revista. El ocio es imprescindible para la buena vida, que gozamos más profundamente cuando aprendemos a disfrutarlo. No hacer nada es absolutamente necesario para la vida sana, dormir reparadoramente es tan importante como comer bien; descansar es tan fundamental como ejercitarnos, pausar la febril actividad de la mente.

Finalmente, como si fuera poco, sin ocio no hay negocio (que etimológicamente significa trabajo). La inactividad es necesaria para que haya creación. No podemos pensar o escribir si no hay recreo. Sin el espacio fértil del ocio no tendríamos arte, música, ciencia, ni empresa; estaríamos en serios problemas.

Conversemos del tema. Cultivemos en familias y empresas de Antioquia el gusto por el famoso «dulce placer de no hacer nada» de los italianos, tan bellamente narrado en este antiguo texto del romano Plinio, que en su Libro VIII de Le Epistole dice: «Tengo mucho tiempo sin saber qué es el descanso, la tranquilidad, como sea estar en aquella condición de no hacer nada, de no ser nada, sin actividad, pero sin embargo, gozando». Cuando aprendamos, sin remordimientos, a proteger como espacios sagrados las horas, días y semanas de asueto, daremos un salto como sociedad; estaremos más sanos, seremos más productivos y, lo más importante, nos convertiremos en gente que vive plenamente, en un pueblo mucho más feliz.

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