Hambre

David Escobar

Aprender a morir, aprender a vivir

SHOCK HIPOVOLÉMICO HERIDAS EN CORAZÓN Y VASOS MAYORES

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SHOCK HIPOVOLÉMICO HERIDAS EN CORAZÓN Y VASOS MAYORES. En palabras más comprensibles: una bala le atravesó el corazón.

La muerte de los nuestros sucede dentro una burbuja que uno no comprende sino muchos años después. Empiezo a escribir este texto y de pronto es 2 de abril de 1992, suena el teléfono mientras duermo en un sofá de la casa de Eduardo, contestan, se oyen unos murmullos, la sensación de que algo horrible pasó inunda el espacio mientras el sueño se resiste a abandonarme. Me levanto, me dicen que vinieron a recogerme, nada es normal, la gente llora y no comprendo nada, pero entiendo todo.

Atravieso la ciudad en un suspiro que es como una eternidad. En el centro de salud del 20 de julio veo el carro, el vidrio roto, la sangre comenzando a secarse, mi hermano no se sostiene y mi mamá llora parada en media calle. Más tarde salen con el cuerpo de mi padre para montarlo a una camioneta de Medicina Legal.

En mi memoria quedaría para siempre grabado el texto de la necropsia, en letras de máquina, en mayúsculas: SHOCK HIPOVOLÉMICO HERIDAS EN CORAZÓN Y VASOS MAYORES

En palabras más comprensibles: una bala le atravesó el corazón. El velorio fue tradicional, en una sala de El Poblado, con tinto y aromática, entre silencios y sollozos. Ahora pienso que no fue lo suficientemente bello para él, amante de la naturaleza y la poesía. Siento que le quedé debiendo un homenaje diferente, como unos versos de León de Greiff, o un texto de Nietzsche en Zaratustra, o unas fotos de la selva y la finca de sus ilusiones, pero era tan difícil en medio de tanto miedo y tristeza que creo que él hubiera comprendido.

En nuestra casa la muerte se asentó en silencio. El duelo, que podríamos haber manejado mejor, duró más de una década, y creo que aún no nos abandona del todo. Por años su clóset estuvo ahí como si mañana llegara de viaje, incluso cuando nos trasteamos, su ropa permaneció al lado de la de mi mamá por un buen tiempo, hasta que logramos convencerla de regalarla. Mi papá murió cuando ella tenía 40, mi hermano 14 y yo 16. Nuestra vida cambió de rumbo.

En un cruce de caminos, nos empujaron para tomar el más difícil que, al final, hizo toda la diferencia, como dice el poema de Robert Frost. Hoy puedo decir que ese evento imprevisto nos hizo más fuertes, nos unió, y nos dejó claro que somos insignificantes en el amplio paisaje de la vida. Hemos avanzado, pero aún nos falta. Los Escobar Arango tenemos pendiente aprender a celebrar un poco más, conscientes de la brevedad de la existencia. “En vida”, como dice mi mamá.

La muerte de los nuestros nos recuerda la nuestra, segura, inevitable. Este mes cumplo los años que tenía mi papá cuando murió. Sé que mi vida podría acabar mañana, incluso estoy listo para morir en cualquier momento, aunque no deseoso, porque trato de seguir el consejo de Pessoa: “Para ser grande sé entero: nada / tuyo exageres ni excluyas. / Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres / en lo mínimo que hagas / Así la luna entera en cada lago / brilla porque alta vive.”

Quizá, como me dijo un amigo, de esta certeza de lo corto de la vida viene mi afán, un tanto ingenuo, por cambiar el mundo, aunque sé bien que a duras penas uno se cambia a sí mismo. Podría decir que mis formas de disfrutar la vida son, de alguna manera, consecuencia de estos hechos. Su herencia más grande puede ser eso de trabajar con una pasión absoluta, leer todo lo que puedo, viajar mucho, amar con ternura casi infantil, abrazar a mis amigos, decir te quiero a cada rato. Ese espíritu demasiado entusiasta que es totalmente opuesto al carácter del niño tímido que alguna vez fui.

Amo la vida y la aprovecho con toda mi energía, posiblemente porque conocí muy temprano el peor de sus finales y no quise dejar que me asfixiara ni me volviera un sujeto del odio. Hablar de la muerte en Medellín, Antioquia y Colombia siempre evocará los dolores de la violencia y los temores del conflicto. Claramente, y de eso podremos hablar en otra oportunidad, no podemos naturalizar el homicidio, pero tampoco debemos huir de la muerte, temerla, ni banalizarla. En Comfama pensamos que a nuestra cultura antioqueña le vendría bien reflexionar sobre esta parte inherente a la vida y, tal vez, buscar nuevas formas de convivir con ella. Por eso esta revista busca aportar preguntas, más que certidumbres: no queremos dar consejos, solo pretendemos sembrar reflexiones.

Nos gustaría que en las familias, en los barrios y en las empresas tuviéramos una conversación al respecto. ¿Cómo podemos hacer para convivir con la idea de la muerte y que esto nos enriquezca la vida?, ¿cómo podríamos pensar en ella sin miedo?, ¿cómo hacemos para saber cuándo llegó la hora de desapegarnos y permitir que la naturaleza siga su rumbo?, ¿cómo podríamos transformar nuestros rituales de entierros, velorios y duelos? Los invitamos a motivar, juntos, estas conversaciones, precisamente porque son difíciles y porque nos incomodan. Sobre todo, para que la muerte sea vista como parte natural de la vida y la certidumbre de su ocurrencia la enriquezca, su llegada se acepte y hasta se celebre, y su legado sea más vida, mejor vivida.

Aprender a morir, aprender a vivir

Quizá, como me dijo un amigo, de esta certeza de lo corto de la vida viene mi afán, un tanto ingenuo, por cambiar el mundo, aunque sé bien que a duras penas uno se cambia a sí mismo.

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juniojulio 2019
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