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Cuando tenía nueve años fue de visita al taller de su papá y lo que encontró no fue muy diferente a lo que cualquier persona hubiera visto en aquel momento: carros de par en par, motores, latas, grasa y aceite. Pero ese día hubo un flechazo, como cuando Cupido, ese picarón, hace de las suyas. Mientras veía cómo bajaban la caja de gasolina de una volqueta, Yormary Ocampo Flórez sintió ese mariposeo en el estómago que le indicó que lo suyo, desde ese momento en adelante, sería la mecánica. ¿Acaso importaba que fuera una niña? No, claro que no, porque la felicidad de ser lo que uno quiere ser no tiene precio.

Cuando tenía nueve años fue de visita al taller de su papá y lo que encontró no fue muy diferente a lo que cualquier persona hubiera visto en aquel momento: carros de par en par, motores, latas, grasa y aceite. Pero ese día hubo un flechazo, como cuando Cupido, ese picarón, hace de las suyas.

Mientras veía cómo bajaban la caja de gasolina de una volqueta, Yormary Ocampo Flórez sintió ese mariposeo en el estómago que le indicó que lo suyo, desde ese momento en adelante, sería la mecánica. ¿Acaso importaba que fuera una niña? No, claro que no, porque la felicidad de ser lo que uno quiere ser no tiene precio.

Empezó a ayudar en lo que una niña podía hacer en sus ratos libres. Lo veía como un pasatiempo, la mejor forma de divertirse, de aprender y de compartir con su papá. Y entre más aprendía, más se atrevía, y más le gustaba, y más disfrutaba del olor a gasolina, de tener grasa en sus manos y del ruido de los motores.

Pasó el tiempo y sintió ese vacío en el estómago en particular, ese que encalambra el cuerpo, cuando después de trabajar mucho, toda una tarde, quizá todo el día, el carro no prende. Pero pronto, con un poco de paciencia, vuelve el alma al cuerpo y el amor por la mecánica queda intacto.

La Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús fija la mirada de los transeúntes en Barrio Triste. Para algunos, quizá muchos, un sector peligroso. Otros más saben de la alegría de sus calles y de la amabilidad de quienes allí trabajan, más allá de ser una Meca de la mecánica en Medellín. Yormary defiende su segundo hogar, ese espacio que le permite ser feliz porque hace lo que le gusta, ser como quiere ser, esa niña de cuerpo pequeño que sabe cómo arreglar la volqueta más grande.

Ahora con 16 años y un espíritu tímido pero valiente, divide su tiempo entre el colegio, las jornadas de trabajo, el cuidado de su abuela materna, con quien vive en Bello, y sus pasatiempos favoritos, como comer helado, salir a caminar y el Atlético Nacional. El futuro, un camino abonado desde su infancia, es claro: ser mecánica automotriz profesional y tener su propio taller… Seguir siendo feliz.

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