«Mucho de lo que se llama locura es, en realidad, la más divina sensatez para el ojo que sabe mirar». — Emily Dickinson
Segundo de primaria. Un pupitre en la última fila, pegado a la pared. Mientras la profesora explicaba matemáticas, yo tallaba figuras geométricas y animales fantásticos en la madera con mi sacapuntas. Esas figuras me daban una profunda calma; mi mente viajaba a otras dimensiones. Cuando me regañaban por estar en «otro mundo», yo hacía el esfuerzo por concentrarme, pero no podía evitar pararme en medio de la clase como un resorte. Los demás me miraban como a un bicho raro.
Un día me pillaron. Lo que para mí era arte, para el director de disciplina era vandalismo. Mi carrera como tallador terminó abruptamente y me pasé a la lectura,algo que puede ser bueno en casi cualquier escenario, ¡menos cuando uno lee novelas rusas en clase de matemáticas!
Llegó el día inevitable: mi mamá y yo frente a la coordinadora con un diagnóstico de «hiperactividad» y la recomendación de una medicación que apenas se popularizaba. Mi madre, de familia educadora y con una intuición que aún hoy agradezco, se negó rotundamente. «Yo me hago cargo», dijo. Y comenzó su propia terapia: rompecabezas de miles de fichas, proyectos extraescolares, emprendimientos caseros. ¡Y funcionó!
También hubo una maestra, Blanca Luz, que me regaló algo invaluable: nos asignó leer un libro y contárselo a los compañeros. Elegí Los hijos del capitán Grant de Julio Verne. Tenía 15 minutos, pero me tomé toda la clase, luego otra, y quizás una más. Ella vio en mí talento para contar historias y me dejó seguir. Me regaló un chorro de autoestima justo el año en que había sido declarado «insoportable, a pesar de su inteligencia».
Un camino que apenas comienza
La ciencia ha avanzado enormemente sobre neurodiversidad, TDAH y el funcionamiento del cerebro. Dejamos atrás la era de las tinieblas previa al año 2000Las familias y maestras tienen más recursos y conocimiento. Sin embargo, algo está cambiando: cada vez más empresas como las que presenta esta edición descubren que la neurodiversidad no es solo una responsabilidad social, sino una ventaja competitiva.
Aun así, y como me compartía la periodista y madre Natalia Orozco, el cambio social y el diseño de instituciones van lento.
Al sentarme a escribir estas líneas me asalta una pregunta: ¿cómo habría cambiado mi historia si, en vez de paciencia y acompañamiento, me hubieran prescrito medicación? A veces los fámarcos son la única salida, pero antes hay que agotar otras alterativas. En mi caso, gracias a la intuición de mi madre, no fueron necesarios. Imagino las distintas vidas posibles y decido abrir esta edición con optimismo y una invitación a la acción.
Nuestra responsabilidad colectiva En Comfama hacemos esta revista porque una organización inclusiva, que ofrece servicios de educación y de salud está obligada a poner estos temas sobre la mesa. Nos sentimos llamados a demostrar que el autismo, el síndrome de Down, el TDAH y muchas otras variaciones de nuestra mente humana no son necesariamente patologías y, en ningún caso, pueden ser razones para discriminar.
Por eso, desde nuestros preescolares hasta nuestros programas de empleabilidad, trabajamos para que cada persona encuentre su lugar y su forma de aportar. Como nos recuerda Luis Gabriel Villarreal en esta edición: «No hay nada sobre nosotros… sin nosotros». Las personas neurodivergentes no necesitan que hablemos por ellas; necesitan que las escuchemos, las valoremos y creemos oportunidades reales donde puedan brillar con su propia luz.
Conversaciones que transforman
Cada Revista Comfama se hace pensando en activar conversaciones, desde la mesa del comedor hasta la sala de juntas. Queremos animar a ser parte de un movimiento que declare sin miedo que todos somos increíbles, no a pesar de ser diferentes, sino gracias a ello.
En estas páginas encontrarán la sabiduría de Betty Roncancio sobre el poder del lenguaje respetuoso; la inspiradora historia de Laura y su LauraCate, que convirtió el amor por los aguacates en un emprendimiento exitoso; el testimonio de Jorge Mario, quien transformó su TDAH en creatividad y liderazgo; y la revolucionaria propuesta de Casa de Carlota, donde la neurodivergencia se vuelve fuente inagotable de creatividad y de empleo.
Una invitación personal Ojalá al leer este texto cada uno de ustedes sea un poco Laura, Jorge Mario o Laura Daniela. Piensen en su propia neurodiversidad, en sus hijos, en sus seres queridos. Todos tenemos formas particulares de procesar el mundo, de aprender, de crear, de relacionarnos.
La neurodiversidad nos enseña que no existe una manera «correcta» de ser humano. Como dice Jordan, de Casa de Carlota, al dibujar papayas cuadradas: «A veces las formas diferentes tienen una lógica hermosa que no habíamos considerado».
Les propongo comenzar hoy: en las aulas, preguntemos qué necesita cada estudiante para brillar; en las empresas, evaluemos si nuestros procesos valoran talentos diversos; en las familias, celebremos las formas únicas de cada integrante.
Porque al final somos diferentes porque brillamos diferente. Y esa diferencia no es un problema que resolver, sino una riqueza que celebrar. Abramos nuestros ojos para ver esa «divina sensatez» que habita en cada uno de nosotros.
Les propongo comenzar hoy:
en las aulas, preguntemos qué necesita cada estudiante para brillar; en las empresas, evaluemos si nuestros procesos valoran talentos diversos; en las familias, celebremos las formas únicas de cada integrante.
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