La educación no solo transforma vidas: las transforma
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En Urabá, donde el dolor dejó cicatrices, dos mujeres, una que acompaña y otra que fue acompañada, demuestran que la educación cambia vidas.

En el Urabá antioqueño, un territorio marcado por la violencia y la resiliencia, la hermana Carolina camina con la serenidad de quien convirtió sus propias dificultades en oportunidades para otros. «Para mí, las dificultades son retos», dice con una sonrisa tranquila.

Esa manera de mirar la vida se convirtió en el corazón de la Fundación Compartir, una organización que, desde hace más de tres décadas, acompaña a viudas y huérfanos de la violencia en Antioquia. Para la hermana Carolina, la clave no está en enseñar des - de la teoría, sino desde la vida misma. «Yo no educo a nadie. Somos testimonio más que educadores», afirma mientras evoca los rostros de los niños y niñas que han pasado por su camino. Cada encuentro, dice, le añade vida a sus años. Su día es movimiento, conversación, escucha activa.

Todo impulsado por una convicción profunda: acompañar y responder a las necesidades de quienes han atravesado el dolor. Ese legado tomó forma en la historia de Emma Carvajal, hoy psicóloga y profesional psicosocial de la Fundación.

Emma llegó siendo niña, después de que su padre fuera asesinado en 2001. Su madre encuentra en Compartir un refugio entre 2002 y 2003; allí, la hermana Carolina la es - cucha y abre una puerta. La primera casa que la Fundación construyó en Currulao fue la de ellas, en 2004. «Mi papá nos había dejado una casa de tablas; Compartir nos regaló un hogar», recuerda Emma.

Lo que comenzó como un lugar para sanar se convirtió en un proceso de resignificación. Emma regresó a la Fundación como adulta en 2021, primero como docente de primera infancia. Apenas medio año después, la hermana Carolina vio en ella lo que quizás Emma aún no veía: la invitó a coordinar el equipo psicosocial.

Aceptar ese desafío la llevó a la ruralidad, donde encontró su verdadera vocación: trabajar con familias, escucharlas y caminar a su ritmo. «Uno no dimensiona el poder que tiene la educación hasta que está en un rol de educar», confiesa Emma.

En las veredas ha sido testigo de transformaciones silenciosas pero profundas: madres que rompen cadenas de castigo físico, familias que descubren nuevas formas de crianza, comunidades que dejan atrás prácticas heredadas para abrirse a otras posibilidades.

La hermana Carolina y Emma coinciden en algo esencial: en tiempos inciertos, necesitamos desarrollar «una actitud prudente en medio del riesgo». Su energía para seguir está siempre en el deseo de servir. La hermana Carolina tiene una pre - misa que repite como un acto de vida: «No se levanten nunca sin deseo de transformar algo en su vida y no se acuesten sintiendo que se les ha amargado el corazón».

Emma lleva esa enseñanza como brújula en su labor en esos territorios donde la educación trasciende el papel y se convierte en una acción concreta de acompañamiento, dignidad y futuro. En Urabá, dos generaciones de mujeres demuestran que el verdadero poder de la educación no está solo en enseñar contenidos, sino en mostrar con la vida misma que un mundo más justo y más humano sí puede construirse.

¿Qué otras formas imaginas para transformar los territorios y las personas a través de la educación?

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